Hoy vuelvo por acá, para compartirles una opinión del destacado
periodista y novelista argentino Martín Caparrós en The New York Time el 21 de
Diciembre pasado. Espero de todo corazón que los ilumine y les sirva como a mí
para reflexionar lo que somos como sociedad.
¿Quién dijo Navidad?
MADRID – Ya cantan campanitas, campanillas, carrillones. Son días de
campanas de Belén y jingle bells y la homilía de un papa y los gritos del pavo
y los chasquidos del turrón y los chillidos de la felicidad recién comprada: la
Navidad está llegando. Vivimos una vez por año nuestro Momento Dios; de pronto,
todos le hacemos caso.
No suele suceder. Yo no termino de creerme que si me porto bien y
fornico mal y voy cada domingo a un galpón lleno de cruces y le cuento mi vida
a un señor y cumplo con sus purgas, después voy a vivir unos milenios en el
barrio cerrado de Paraíso con angelitos que me toquen el arpa. Tampoco consigo
estar seguro de que los amigos Hitler y Stalin y Videla vayan a pasarse los
siglos de los siglos quemándose en un asado de sí mismos alimentado por
diablitos.
Ni me parece normal que un señor nacido de una virgen caminara sobre las
aguas los días que no producía peces o revivía difuntos y que después se
martirizara para salvarnos de la condena eterna y que, por último, se hiciera
resucitar por su papá, aprovechando que era un dios. Y, sin embargo, el sábado
voy a cenar con una ristra de parientes y nos vamos a querer y sonreír y
regalar y atiborrar porque la Iglesia Católica Apostólica Romana ha establecido
esta costumbre a partir de aquellos cuentos.
La prueba de la victoria de una idea es que condicione las vidas de los
que no creen en ella. Y si hay algo que triunfó en este mundo es la Iglesia Católica
y su mitología. La Navidad es el monumento a ese éxito: el tributo que pagamos
cada año a la potencia de una ideología. El momento en que seguimos los relatos
y pautas de conducta que inventaron unos monjes hace casi dos mil años –y cuyos
continuadores civiles y militares supieron imponer con la cruz y la espada,
algún fuego, y la decisión inquebrantable de decidir lo que podíamos y, sobre
todo, lo que no podíamos hacer con nuestras vidas—.
Lo siguen intentando. Son la punta de lanza contra ciertas libertades
individuales y ciertos cambios científicos y técnicos. Atacan la investigación
con células madre o los métodos anticonceptivos o las parejas homosexuales o
los homosexuales (acaban de reafirmar que no pueden ser curas) como antes
atacaron el divorcio, el voto femenino, la democracia, la igualdad, el estudio de
la medicina y más antes la idea de que la tierra es redonda y gira alrededor
del Sol, y siempre cualquier intento de pensar independiente.
Porque el catolicismo, como buena religión, está basada en la fe ciega:
es una escuela de acatamiento y sumisión para enseñar a millones a creer cosas
imposibles porque alguien que dice que sabe más les dice que así son. Es una
escuela de renuncia al pensamiento propio que los gobiernos en general –y los
tiranos en particular— agradecen y usan.
Y es una organización tan totalitaria que la sola idea de discutirla es
considerada “una falta de respeto”. Es sorprendente: su doctrina dice que los
que no creemos lo que ellos creen vamos a arder tupido; ha obligado a todos a
vivir según sus convicciones. Sin embargo, lo intolerante y ofensivo sería
hablar —hablar— sobre ellos como cada quien quiera.
La Iglesia Católica Apostólica es un pequeño reino teocrático donde el
monarca es elegido por sus príncipes. Si en Uganda o Guatemala unos militares
golpistas quisieran imponer un soberano vitalicio cuya palabra nadie pudiera
cuestionar porque un dios se la dicta, los libres del mundo gritarían y la ONU
debatiría cómo mandar tropas. Si en Estados Unidos o en Italia cualquier
corporación estableciera que las mujeres no pueden decidir nada ni ocupar
ningún cargo directivo, que deben ser personal secundario y obedecer a los
hombres sin chistar, terminarían ante los tribunales. Pero si lo hace una
compañía religiosa basada en Roma no hay problema: son sus tradiciones, llevan
siglos y siglos haciéndolo y eso legitima.
Hasta cierto punto, al menos. Hace unos años la Iglesia estaba
desprestigiada por corruptelas sexuales y bancarias y un exceso de celo
reaccionario. Perdía su brillo y su poder caía. Entonces se les ocurrió una
idea genial: traer a un peronista. La elección de Jorge Bergoglio —un outsider
de adentro, un sudaca europeo, un jesuita curial, un peronista peronista— es un
intento de adaptarse a los tiempos aplicando técnicas del movimiento populista
argentino al movimiento populista ecuménico: trabajar para el poder a toda
costa.
Lo hacen bien: en septiembre pasado, por ejemplo, millones de
venezolanos se movilizaban para que su gobierno aceptara el referendo
revocatorio del presidente Nicolás Maduro, cuando el Vaticano decidió mediar.
Dijeron que querían impedir males mayores: consiguieron, como suelen, evitar
cualquier cambio. Gracias a su intervención el revocatorio quedó casi
descartado, la oposición debilitada, el gobierno fortalecido y el hambre será el
gran invitado de estas Navidades.
Lo hacen mejor: la utilidad del señor Bergoglio para su organización
está en haber reconocido que precisaba cambiarla un poco si pretendía salvarla.
Lo dijo en la famosa entrevista con la revista de su orden, La Civiltà
Cattolica: “No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al
aborto, al matrimonio entre personas del mismo sexo o al uso de
anticonceptivos. Es imposible. (…) Ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo
soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario estar hablando de estas cosas sin
cesar (…). Tenemos que encontrar un nuevo equilibrio porque de otra manera el
edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes,
de perder la frescura y el perfume del Evangelio”.
No habló de cambiar de ideas, por supuesto; cambiar, si acaso, de
conversación.
Las ideas y las conductas, en muchos casos, siguen siendo las mismas.
Hace pocos días, en la ciudad argentina de Mendoza, dos curas fueron detenidos
por abusar de docenas de chicos con discapacidad en una escuela religiosa para
sordos. Ya habían sido denunciados por lo mismo en otra ciudad argentina, La
Plata, y sus superiores, en lugar de castigarlos, los habían transferido. Uno
de ellos ya lo había hecho en su sede original de Verona, donde otros 50
sacerdotes fueron denunciados por los mismos delitos durante décadas. Sus
víctimas le pidieron públicamente justicia al señor Bergoglio en 2014, pero sus
abusos siguieron hasta ahora, cuando los padres de las víctimas consiguieron
pararlos.
Pero la imagen ya no es la del desprestigio. El señor Bergoglio
consiguió devolver su Iglesia al centro del espectro: titular repetido de los
diarios, líder en Twitter, campeón de la sonrisa y la conciencia más o menos
social. Jorge Bergoglio es alguien que sabe que para conservar un poder hay que
mudar algunas formas de ese poder, adaptarse a momentos y necesidades, decir o
callar según convenga: un peronista. Su dios, eterno e inmutable, le agradece
el poder renovado.
Y nosotros, todos nosotros, vamos a festejarlo: muy feliz Navidad,
campanas, campanitas.
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