Veronica Franco por Tintoretto |
Como siempre, es una de mis intenciones
destacar a todas aquellas mujeres que de una u otra forma rompieron esquemas,
que lucharon por sus sueños y que marcaron historia. Si bien la historia muchas
veces es injusta con algunos personajes, sobre todo con aquellos que fueron
vencidos o que pudieron ser una amenaza para lo que socialmente se había
establecido como modelo correcto a seguir. Y justamente la vida de Veronica
Franco se desarrolla en un momento muy oscuro y difícil para cualquier mujer de
la península itálica y es por eso que está tan cargada de experiencias y
desafíos que la convierte en una mujer digna de conocer y admirar.
En la Italia de los siglos XV y XVI,
especialmente en las ciudades de Roma y Venecia, se desarrolló lo que se puede
definir como un fenómeno social y cultural conocido como el de la cortesanae
honestae. Elevada al nivel de amante o de compañera refinada y culta de la
sociedad masculina (similar a las hetairas griegas). Aquellas cortesanas
italianas del Renacimiento fueron las amigas íntimas de poetas, príncipes,
embajadores y altos dignatarios eclesiásticos. Sus rostros, aunque no
identificados como retratos pertenecientes a
una persona concreta, fueron pintados en muchas ocasiones por los grandes
maestros de su época: Tiziano, Tintoretto, Rafael o Palma el Vecchio.
Pietro Aretino, aquel antiacadémico escritor
calificado por Ariosto como "flagelo de príncipes", dedicó una parte
de su obra a informar de manera realista, no exenta de cinismo, sobre aquellas
casi míticas cortesanas del Renacimiento. Pero si bien su lectura es
apasionante, no responde a la pregunta del por qué en un momento determinado de
aquel fascinante periodo italiano, dentro del mundo de las mercenarias del amor
se formó una elite de prostitutas que progresivamente fueron encarnando un
ideal femenino y un concepto de belleza que llegaría a ser famoso.
En el Quattrocento las fuerzas sociales que
aparecen como el motor de este fenómeno, parcialmente regenerado por el
humanismo, convergen en la Roma finisecular. En aquella época la metrópoli del
papado no sólo era una ciudad de hombres solteros, sino que, además la
población masculina excedía en mucho a la femenina. Probablemente esta
circunstancia influyó de un modo u otro en el hecho de que la capital de la
cristiandad casi pasara a ser la capital de la prostitución femenina. Altos
dignatarios, embajadores, banqueros, comerciantes, burócratas, oficiales
militares, etc. Es decir, toda una sociedad representante del poder y sus
aledaños, trataba de conseguir los favores de La Iglesia, formando una activa
población, en gran parte flotante, que giraba en torno de una indulgente corte
papal.
Giovanni Burchard, un cronista de la corte
del Borgia Alejandro VI, parece que fue el primero en utilizar el término de
cortesanae honestae para diferenciarlas de las prostitutas comunes. El
meretricio se había extendido por Roma de forma considerada por muchos de
altamente alarmante, pero de entre aquellas mujeres, mayoritariamente
explotadas por los que recurrían a los placeres del deleite carnal, iba a
surgir una aristocracia de cortesanas, sofisticadas y elegantes, no únicamente
de apariencia y entorno, sino también de intelecto. Veronica Franco sugiere en
una de sus cartas que aquellas cortesanas evocaban una nueva Edad de Oro,
recreando la atmósfera del mundo de la Antigüedad. Esto fue también posible,
porque aquellos papas junto a su pasión por el arte y su reconocido hedonismo,
no impusieron restricciones a la permisividad de la sociedad. Contribuyendo así
a hacer de Roma el lugar más audaz y atractivo de la península italiana.
Tal vez sea muy osado afirmar que se trataría
de los primeros ejemplos de mujer moderna, emancipada del yugo matrimonial que
consiguió una posición económica con una relativa autonomía. Muchas de ellas
bajo el consejo y guía de sus propias madres vieron las ventajas de prepararse
para poder ser al mismo tiempo un hermoso objeto lujurioso y una compañía
deseable para los miembros más poderosos de la sociedad.
Ciertas de estas cortesanas recibían clases
de humanistas y poetas, aprendían música y canto. Algunas, cuando salían a la
calle para ir a la iglesia, llevaban consigo, de forma que fuera bien visible,
algún volumen de Horacio, Ovidio o Boccaccio. Existe un famoso retrato en
Florencia de Laura Battiferri, realizado por Bronzino, en el cual esta recatada
poetisa aparece de riguroso perfil, mostrando al espectador un libro de
Petrarca abierto por una página que recoge un soneto a Laura. Pues bien, la
cortesanae honestae, estudiaba los clásicos de las más respetables figuras de
la cultura, exhibía con orgullo y no exenta de vanidad, sus conocimientos. Un arma
que unía sabiamente a la seducción de sus atractivos físicos.
Estas mujeres abrían cenáculos literarios en
sus lujosas residencias (a veces verdaderos palacios), en donde no todo el
mundo tenía acceso. Allí, los adolescentes y jóvenes aprendían buenas maneras y
a mejorar la finura de su vocabulario y expresión oral. En realidad, era todo
un curso de bel parlare y así debió entenderlo la conocida con el curioso
nombre de Matrema-non-vole, que llegó a ser célebre por su afán en desarrollar
e imponer estrictas reglas para embellecer la lengua toscana. Se afirma de ella
que era una mujer sabia, capaz de recitar de memoria largos párrafos de
Horacio, Virgilio o Petrarca.
Para que tengamos una idea del número de
mujeres que habían llegado a convertirse en cortesanas en la ciudad de Venecia
y por supuesto con la protección del estado y distribuidas en determinados
espacios ciudadanos (algunos de ellos situados alrededor del Rialto). Por
aumentos de oferta y competencia, esa misma ley que confinaba a las meretrices
a mantenerse en ghetos para tratar de establecer un control social se veía
quebrantada de manera constante en busca de colonizar nuevos espacios urbanos.
Estamos hablando entre diez y doce mil rameras de acuerdo a los censos de la
década del año 1580. De ese número, se afirma que unas ciento cincuenta vivían
como princesas.
El contraste del espacio público veneciano
debió ofrecer sorprendentes contrastes, pues existía una tradición casi
oriental, impuesta y aplicada con no poco celo por sus habitantes masculinos,
que prácticamente confinaba a la mujer a estar en la casa como si estuviese en
una prisión, limitando sus salidas a los servicios religiosos y ocasionalmente
a visitas familiares. En general, la geografía urbana de la Italia de la época
estaba en gran parte habitada sólo por los hombres. Era aquella una sociedad
muy viril y agresiva, en cuyas calles fácilmente se sucedían trifulcas y
desórdenes.
A los hombres por costumbre y por ley se les
permitía ir armados, pero las mujeres en las contadas ocasiones en las que
salían de su casa no lo tenían, por lo que su vulnerabilidad a acosos
aumentaba. Esta situación forzó a que cuando tuvieran que salir lo hicieran
acompañadas por un hombre.
El viajero Philip Skippon sobre Venecia
escribió: “Pocas mujeres pasean por las calles al lado de las rameras. Por otra
parte, la identidad y la apariencia de estas mujeres virtuosas, no era visible para
los transeúntes, puesto que van cubiertas con velos de pies a cabeza y me pregunto
cómo pueden ver por donde caminan.
Veronica Franco junto con Gaspara Stampa,
ambas cultas y refinadas, fueron las poetisas más importantes del Renacimiento.
Veronica, la más famosa cortesana veneciana de la segunda mitad del siglo XVI, publicó
diversas obras tanto en verso como en prosa y
recurriendo a la fórmula de la biografía. Hace una crítica de la doble moral de
la sociedad veneciana y de la condición de la mujer en ella, defendiendo sus
derechos y afirmando que muchas mujeres han tenido que acogerse a la
prostitución por la injusticia social imperante.
En el Museo Correr de Venecia, existe un
grabado de la Franco, suntuosamente vestida y tal vez es asimismo ella la
seductora figura femenina que pintó Tintoretto, de quien la poetisa era amiga y
que podemos admirar en el Museo de Prado bajo el título “La dama que se
descubre el seno”, el cuadro de mayor calidad de todos los que de
"venecianas" posee el museo.
Hay noticia, aunque no confirmada, de que Veronica, por su condición de
literata, participó en los debates sobre los respectivos méritos de los
artistas antiguos y modernos, de gran actualidad entonces en los medios
artísticos de la República. Su renombre, tanto
por sus finos saberes intelectuales como amatorios, fue tal que se extendió más
allá de las aguas de la laguna, por lo que no tiene nada de sorprendente que
cuando en 1574 Enrique III de Francia hizo una estancia en la Serenísima, reclamara
su compañía.
Gaspara Stampa era muy encomiada por su voz y
su dominio del laúd, así como por su belleza.
Escribió unas conocidas rimas en las que elogia la libertad de Venecia y unos poemas
amorosos que causaron la admiración de Rilke y d'Annunzio.
No fueron estas las únicas cortesanas
literatas. Tullia d'Aragona se libró de la obligación de cubrirse con el velo
amarillo que las leyes imponían llevar a las prostitutas, escribiendo con la
ayuda de algunos de sus cultos amantes y protectores, un volumen de versos
que se lo regaló al duque de Ferrara y que fue aceptado por este con mucho
placer.
El aspecto exterior de estas damas del amor,
viene recogido anónimamente por los grandes maestros venecianos del momento.
Las fuentes dejan entender que las modelos preferidas, sobre todo por el pintor
Veronés para la representación de imágenes femeninas, eran las mujeres libres,
para quien posar era un medio digno de ganarse la vida y ninguna regla social
se lo impedía, al contrario que las mujeres virtuosas. En algunas obras se las
puede reconocer en primer lugar por llevar un velo amarillo y por la ausencia
de joyas, ausencia esta, muy delatora sobre la condición de la retratada puesto
que ello contrastaba con la suntuosidad del vestido cuya riqueza y según la
moda de la época, exigía
el adorno complementario de unas joyas, como se puede observar en todos los
retratos de las damas de la aristocracia.
Existían otros aspectos relacionados con la
belleza de las cortesanas que compartían, asimismo, con el resto de mujeres
respetables. Me refiero a su piel nacarada y a su larga y brillante cabellera
de oro. Cesare Vecellio, además de haber recogido en una serie de grabados del
vestuario y los ornamentos de la suntuosa sociedad de la época, nos proporciona
una valiosísima información de la ceremonia que constituía para las mujeres el
cuidado de sus cabellos, en particular para las que no los tenían rubios y se
veían obligadas a recurrir a los tintes. Vecellio ejecutó varias estampas de su
figura subida a la azotea de la casa, entregada con todo empeño a la tarea de
conseguir con las pócimas
una de aquellas doradas cabelleras que harían famosa la imagen de las
venecianas del Renacimiento.
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